EL TEXTO NARRATIVO
Narrar consiste en contar sucesos, ya sean reales o ficticios.
Narraciones cotidianas
Narramos de forma cotidiana al contar lo que nos sucede cuando nos comunicamos con amigos o familiares. Las secuencias narrativas suelen combinarse con las descriptivas, puesto que normalmente contamos sucesos (reales o ficticios) al mismo tiempo que describimos personas, lugares, ambientes, sensaciones.
Ya sabes que los tiempos más frecuentes en la narración son el pretérito perfecto simple y el compuesto, mientras que el más común en la descripción es el pretérito imperfecto. Puedes volver a la unidad 9 y repasar el uso y la combinación de estos tiempos verbales.
Aquí te damos como ejemplo un microrrelato del escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Observa los tiempos verbales utilizados y resaltados en negrita.
LA RANA QUE QUERÍA SER UNA RANA AUTÉNTICA
Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
Augusto Monterroso, 1969
Sin embargo, estos tiempos no son los únicos que podemos utilizar al contar nuestras experiencias. También podemos trasladar los sucesos al presente, dándole más viveza y sensación de realidad al relato. Este es el recurso que utiliza el periodista Miguel Ángel Bargueño al narrar su experiencia en Disneyland París. Aunque él publica su texto en un periódico, el tono que adopta es el que habitualmente utilizamos para relatar experiencias personales a nuestros amigos y familiares. Desde el principio del texto utiliza la ironía para criticar y dar un tono cómico a todo el relato. Lee detenidamente el texto:
CADA SEGUNDO QUE PASÉ CON MIS TRES HIJAS EN DISNEYLAND PARÍS FUE UN CLAVARIO
Disneyland, digámoslo desde el principio, está pensado para los adultos. Está concebido para que madres y padres sufran, en una especie de suplicio orquestado y consentido. La agonía empieza cuando uno saca la tarjeta de crédito para pagar el viaje y continúa con la infumable comida del parque y las eternas filas en sus atracciones. No podría estar mejor diseñado: lo que los mayores buscamos en esta experiencia es pasarlo mal, poner al límite nuestra capacidad de aguante, de modo que ese sacrificio se convierta en una prueba irrefutable (ante nosotros mismos) de lo mucho que amamos a nuestros hijos. De ahí la ausencia de gestos de disgusto entre quienes hacen cola bajo un rótulo que dice: “Tiempo de espera, 90 minutos”. Cuanto mayor es el tiempo de espera, mayor es el éxtasis.
Este “acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor” –una de las acepciones que la RAE otorga a “sacrificio”– arranca meses antes, cuando los padres empezamos a sopesar la idea de dedicar la paga extra o parte de los ahorros no a irnos a bucear a Bali o ver musicales en Nueva York, que sería lo que nos apetecería, sino a visitar los dominios de Mickey Mouse. En mi caso fue en febrero cuando mi pareja trajo los folletos. Y cuando los folletos de Disneyland entran en un hogar, no hay réplica posible. A ver quién es el guapo que se opone a semejante acto de amor.
Hay varias formas de ir a Disneyland París, inaugurado en la primavera de 1992 (este 2017 cumple 25 años), unas menos caras que otras. La persona de la agencia de viajes pretendía vendernos un paquete que incluía las entradas para cinco personas (tenemos tres hijas pequeñas), cuatro noches de hotel y los vuelos por 2.400 euros, pero en términos comerciales “paquete” no siempre significa “más barato”. Descubrimos que comprando los billetes de avión por nuestra cuenta nos ahorrábamos casi 300 euros. Así que pagamos 1421 euros por las entradas y el hotel y 721,59 por los billetes de avión, ida y vuelta. Sobre las comidas, y pese a que algunos amigos nos recomendaban llevarlas contratadas de antemano, dudábamos de que fuera tan complicado improvisar, así que no cerramos nada (y no, no lo era).
Hospedarse en uno de los establecimientos del parque es la única manera de aprovechar al máximo el tiempo de tortura, que es de lo que se trata. Están dispuestos alrededor de un lago a la entrada del recinto y también aquí unos son menos caros que otros. Hay bofetadas por alojarse en el que está encima de las taquillas del parque, no se sabe bien por qué. Optamos por el Newport Bay Club, de ambientación náutica: de calidad media, recién reformado y casualmente el más alejado (a unos 15 minutos andando) de la entrada principal. Con todo preparado, allá que nos fuimos.
Día 1: la sorpresa de la primera incursión en el parque
Si el padecimiento en el parque es mayúsculo de por sí, nosotros contamos con dos infortunios añadidos. Uno, las maletas no llegan a París. Nunca olvidaré la cara expectante de mis tres hijas ante la novedosa experiencia de un equipaje saliendo por la cinta, y su decepción al ver que aparecen todos menos el nuestro. Dos, cuando visitamos el parque, una inusitada ola de calor azota el norte de Francia. La relación entre “uno” y “dos” tiene consecuencias traumáticas, habida cuenta de que la cantidad de sudor que desprendemos es incompatible con llevar los mismos calcetines cuatro días, que fue el tiempo que tardará en llegar el equipaje de los adultos (el de las niñas llegará la primera noche).
¡Felicidad máxima! Enojado por el incidente de las maletas, en mi primera incursión en el parque aprovecho veladamente para inspeccionar posibles tiendas de ropa. Y las hay: merchandising de Mickey por doquier. Camisetas, calzoncillos…, todo por supuesto con la efigie de los personajes. Calcetines no encuentro. La opción de dedicar una mañana (un 12 % del tiempo de estancia) a ir a París no para ver la Torre Eiffel sino para adquirir calcetines no parece del agrado de mis hijas, de modo que pasaré los siguientes días comprándome calzoncillos y camisetas infames y lavando calcetines por las noches.
Día 2: horas y horas de pie, en una cola que no se mueve
No tardo en desencantarme del fast pass (pase rápido). Este sistema permite “pedir cita” en las atracciones posando la entrada en unos aparatos a tal efecto; la máquina emite un papelito con la hora adjudicada y llegado el momento puedes entrar con él a la atracción sin hacer cola. A veces pueden darte cita para cuatro horas más tarde, por lo que es aconsejable aprovechar ese rato haciendo cola en otras atracciones.
Un altísimo porcentaje del tiempo que uno pasa en Disneyland lo hace de pie en una cola que apenas se mueve. Esto, por supuesto, no inspira a los niños a hacer lo mismo: ellos corretean, saltan, se pegan… Por lo menos mis hijas. Todo lo cual, unido al calor, termina siendo desesperante. Y cuando hablo de la frustración que genera el pase rápido es porque solo siete atracciones del parque (y tres del adyacente Disney Studios Park) disponen del sistema, de modo que su beneficio es bastante limitado. Además, una vez que tienes cita para una atracción no puedes pedirla para otra, así que con márgenes tan amplios solo puedes hacer uso del pase mágico dos o tres veces a lo sumo en un día.
Por suerte, mi favorita está bendecida por el fast pass: La Ráfaga Láser de Buzz Lightyear. Consiste en acumular puntos disparando con una pistola láser a diferentes dianas a bordo de un cochecito giratorio; una inteligente iniciativa de los responsables del parque para que los adultos descarguen su ira. En las fotos que te hacen por sorpresa durante el recorrido, y que te venden a la salida, los rostros son enloquecidos.
Lo peor de hacer cola durante una hora seguida (aparte del dolor articular y el desgaste psicológico) es comprobar luego que la atracción… ¡dura dos minutos! Esto ocurre, por ejemplo, con las de El Vuelo de Peter Pan y Los Viajes de Pinocho. La sonrisa estúpida con la que uno se apea de la atracción es imposible de disimular. Te estarás preguntando: ¿no basta un solo día para ver el parque? No, y la culpa es de las colas.
A última hora de la tarde mi pareja nos apremia a coger sitio para el espectáculo de luz y sonido. El plan es sentarse en el suelo de la rotonda principal y esperar. “¿A qué hora empieza?”, pregunto, siempre desinformado. “A las nueve y media”. Miro el reloj: son las siete y media. ¿De verdad vamos a pasarnos dos horas sentados en el suelo esperando? No queda otra: apenas hay ya sitio libre. Estar sentado en el suelo es la cosa más incómoda del mundo. Al cabo de media hora uno ya no sabe qué postura adoptar, si tumbarse del todo o ponerse de pie. El espectáculo es bonito, pero en vez de luces de colores proyectadas sobre el castillo de la Bella Durmiente yo lo que veo es la cómoda cama del hotel.
Día 3: “Yo soy tu padre”
Me doy un festín de abnegación paterna en la Academia de Entrenamiento Jedi. Esta es la mañana en que comprendo cómo funciona lo del sufrimiento y la felicidad. Sé que a mi hija mayor le hace ilusión batirse en duelo con Darth Vader. Así que sin ningún asomo de resquemor ella y yo nos unimos a una cola de incierto final, pues es larga, al principio no avanza y desemboca en una puerta cerrada. Pasamos allí 90 minutos, tiempo durante el cual la fila serpentea lentamente circundando la terraza de una cafetería. Asombrosamente, a nadie se le ocurre coger una silla y esperar sentado; también es verdad que no detecto ningún español. Sabemos que para participar en el espectáculo hay que tener por lo menos siete años; mi hija aún no los ha cumplido, pero le digo: “Si te preguntan, di que tienes siete”. Paseando la picaresca española allá donde vamos.
Lo que nos espera al otro lado de la puerta es un atril donde una señorita le hace un test a los críos. El niño que va delante de nosotros se rebela ante la perspectiva de luchar contra Darth Vader y lo manifiesta mediante una rabieta febril. Su madre está anonadada, sin duda pensando en el tiempo que ha pasado en la fila en vano. Ignorando las súplicas del pequeño, la madre insiste, hasta que el niño, agotado, accede. Cuando nos toca, la chica le pregunta a mi hija cuántos años tiene (“Siete”; ¡bravo!) y le pide que levante el brazo derecho. Levanta el izquierdo, lo que hace que un escalofrío me recorra el cuerpo. Cuando se lo pregunta otra vez, acierta, y la cosa sigue adelante. Nos dan cita para por la tarde, cuando tendrá lugar la exhibición de Jedis contra el pérfido Vader.
Por la tarde, nueva cola en el mismo sitio, aunque más corta (en cada pase hay un número reducido de niños). Esta vez al otro lado de la puerta les dan un uniforme de Jedi, una espada láser y un cursillo acelerado, en inglés y francés, de cómo usarla. Primero deben girar la espada a la derecha (de ahí la pregunta del test), luego a la izquierda y por último agacharse. Una vez en el escenario, el actor que encarna a Darth Vader hará los movimientos contrarios, a resultas de lo cual saldrá una coreografía primorosa.
Día 4: apariciones estelares
Las tres hijas del autor del reportaje reclamando la atención de Alicia.
Otro de los alicientes del parque, junto a las atracciones, es la presencia furtiva de personajes Disney aquí y allá. Salen de improviso, y para saludarlos también hay que hacer cola. Nosotros tenemos mala suerte, pues solo pillamos a Alicia (la del País de las Maravillas) y Maléfica. A esta la vemos de lejos, pues no se apiada al ver tres niñas ilusionadas, a todas luces hermanas (puede recibirlas de una tacada), y justo cuando nos va a tocar se retira. Lógico: es mala. Peter Pan y Wendy pasan a nuestro lado y, aunque echamos una carrera tras ellos, no se detienen. Y eso que somos rápidos en el intercambio de saludos: una foto y ya está. Algunos padres extremadamente competitivos han armado a sus retoños con cuadernos para que los personajes les firmen autógrafos. Es el no va más de la absurdez: desear la firma de un empleado del parque. Otra argucia de la factoría para hacernos esperar, esperar, esperar…
Hay que hablar de la gastronomía del parque, claro
Gastronómicamente, el parque es un enorme monumento a la comida rápida. En establecimientos con nombres más o menos disuasorios como Restaurant Hakuna Matata o The Lucky Nugget Saloon las colas son extrañamente cortas en comparación con las atracciones. Quizá el sufrimiento exige no comer o tal vez se ha corrido la voz de que los menús dejan mucho que desear. Dado el calor, el consumo de agua durante todo el día es delirante: creo que nos dejamos más de 100 euros en esas botellitas que te venden a tres euros.
Día 5: por fin me siento persona
La mañana del quinto día la aprovechamos escenificando una necesaria despedida del parque. El último contacto con las colas y la machacona melodía que emiten sin pausa los altavoces, de temática tirolesa, hace que uno añore estar en la M-30 atrapado en un atasco.
Mi conclusión: ¿se disfruta Disneyland? Los niños claro que sí, aunque como en su termómetro de gozo no influyen los condicionantes externos, un grado de felicidad no muy inferior lo he observado en las atracciones de las fiestas de mi barrio. Terminan agotados, lo que garantiza un plácido sueño a los progenitores (también agotados). En cuanto a estos, que el parque esté ideado para ellos responde a un razonamiento matemático: dado que el formato mayoritario de familia es el de pareja con uno o dos niños, hay tantos o más adultos que menores en el parque.
Quien necesite un programa de inmersión total dedicándose en exclusiva a sus hijos 24 horas cinco días seguidos (algo impensable el resto del año) sin duda encontrará lo que busca. En mi caso, el mejor momento fue cuando pude relajarme en la templada piscina del hotel. Me sentí… persona.
Publicado en El País, el 12 de julio de 2017
El texto es gracioso. La comicidad es un recurso muy habitual para relatar experiencias negativas. El autor rebaja de esta forma la carga sombría del suceso, se distancia del dramatismo.
ACTIVIDAD
¿Recuerdas alguna experiencia negativa como la relatada por Miguel Ángel Bargueño? Intenta relatarla en un tono cómico. Manda después el texto a tu profesor. Recuerda que lo normal es que utilices el pretérito indefinido..